QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

 Vida cotidiana

 

Descargando la paja (obra del pintor De la Rosa)

 

Hablar de la vida del pueblo en el pasado es rememorar un cúmulo de hechos y acontecimientos de diferente índole. Aquí nos limitaremos a exponer el acontecer del día a día, de todo aquello que de alguna manera no ha quedado reflejado al hablar de cuestiones concretas en los diferentes subapartados de “Conoce Quintanilla”; a resaltar esos flecos que siempre acompañan a la vida laboriosa o de asueto y que suelen darle carácter a los hechos, a las anécdotas o a los acontecimientos. 

Un día cualquiera de la vida de nuestros antepasados comenzaba por despertarse cuando oían el tañido de la campana tocando “al alba”, a las seis en verano y a las siete y media en invierno. El primer flash de la mañana era ver el trasiego de hombres yendo y viniendo por los alrededores del pueblo de “tirar” o bajarse el pantalón. Es decir, de defecar en los sitios un tanto recónditos por los corrales que cada uno tenía destinado. Las mujeres, más recatadas por lo general, solían hacerlo por las cuadras o corrales utilizados como letrinas. Estamos hablando de tiempos en los que ni lavabos ni wáteres ni siquiera agua corriente había en el pueblo para asearse. Tan sólo la palangana o el aguamanil se solían ver en el portal, espacio utilizado para lavarse la cara o las manos. Y no siempre.

Dependiendo de la estación, los hombres partían al campo a realizar la labor pertinente. En invierno, por lo general salían almorzados, en primavera o verano no era extraño que la mujer les llevase el almuerzo una vez aviadas las cosas de la casa. Antes los hombres ya habrían hecho la primera visita a la bodega para buscar el vino para el almuerzo y para llevarse al campo. El vino era el elixir que reforzaba el ánimo al campesino. No se podía salir al campo sin la colodra, el barril o la azumbre. Tirando por lo bajo, los hombres solían engullirse de tres litros para arriba diariamente. Porque cuando volvían del trabajo al mediodía iban a la bodega a por el vino para comer y para la tarde en el campo y siempre se echaban un bocado que equivalía a echarse al menos tres tragos. Y por la noche se volvía a la bodega a por vino para la cena y se repetía la misma acción.

  

Ya se va poniendo el sol  (óleo del pintor de la Rosa) 

  

A preparar la comida (óleos de De la Rosa)

 

Pero sigamos. La mañana en el campo solía acabar al tocar las campanas el “ángelus”, que coincidía con las doce del mediodía y que en algunos tiempos los labradores se paraban y rezaban. Queda dicho que el sacristán y campanero era la persona encargada de anunciar el toque para que los campesinos dejaran de trabajar y regresaran a casa a comer, cuando no se quedaban en el campo, pero al menos que supiesen la hora que era porque los relojes, por entonces, no estaban al alcance de la gente. Con la misma finalidad, el toque se repetía al perfilarse la noche, en concreto a las siete en tiempo de invierno y a las nueve en el verano. La hora normal de la comida era sobre la una de la tarde, cuando la gente llegaba del campo. Entonces se llevaba a los mulos a dar agua a la fuente, si no lo habían hecho en el campo. De esta faena solían encargarse, por lo general, los chicos que eran lo primero que hacían después de salir de la escuela. La misma operación se repetía por la tarde diariamente. Aprovechamos la circunstancia para explicar el ir y venir a la fuente. Recuerdos imborrables. Una de las estampas típicas e incluso idílicas del pueblo era el ajetreo del camino de la fuente. Mediodías y tardes coincidían en el tránsito los muchos animales de labor y carga que iban y venían, también los borricos cargados con los cántaros de agua, las mujeres y mozas con el cántaro en la cabeza o en el anca y los chicos y chicas más pequeños con el botijo. Una animación frenética por momentos. Mozos y mozas entablaban conversación, los más pequeños entretenidos en algún juego de camino, y algún que otro disgusto cuando sin querer algún cántaro se iba al suelo o el botijo se hacía añicos por mala suerte. Penas y lloros por la desgracia antes de la regañina, que en algún caso iba acompañada de cuatro palos por no haber tenido el cuidado suficiente. Hay que decir que hubo días de mucha afluencia a la fuente que solían coincidir con la vendimia, para lavar el lagar, con la matanza, porque se necesitaba mucha agua, o también con las fiestas patronales. Pero, insistimos en que el acarreo del agua y el dar de beber al ganado fue uno de esos momentos entrañables que quedarán grabados en la memoria de quienes fueron testigos de haberlos vivido.

 

Matando el tiempo  (óleo de De la Rosa)

  

La comida familiar tenía lugar en la propia cocina, antaño no solía haber comedor. Todos los miembros de la familia se reunían a la mesa y comían en la misma cazuela, nada de plato para cada uno. La comida se cocinaba al fuego del hogar en pucheros de barro o sartenes de mango largo. Después de la comida acaecía un rato de reposo antes de volver al campo. Si era tiempo de calor, este rato solía llevar aparejada la siesta correspondiente, que por lo general acontecía en el portal. Y si el tiempo lo permitía se salía a la puerta de la casa a sentarse en el poyo y pasar un rato con los vecinos mientras se fumaban un cigarro o alguno más. Y vuelta al campo porque la faena lo requería. Las mujeres, a no ser que fuera preciso, dependiendo de la época o del trabajo a realizar solían quedarse en la casa porque tenían que preparar la comida para los animales, especialmente las cochinas. Picar las berzas, las patacas o la remolacha y cocerlas a la lumbre en los calderos, después ir a por paja para los machos, cerrar las gallinas, cuidar de los chicos más pequeños, si no había abuelos que pudieran hacerlo, y hacer la cena. En fin, que si no era preciso ayudar al marido, trabajo no le faltaba en la casa. En los largos días de primavera y verano sí que reclamaba más su presencia porque había más labores de siembra o de mantenimiento y dos manos no eran suficientes. Entonces regresaba a casa antes del mediodía para tener preparada la comida o antes de que se pusiera el sol para preparar lo que acabamos de comentar. El resto de labradores regresaría después de oír tocar las campanas a “la oración”, aunque la señal era una referencia para saber la hora pero no quería decir que de inmediato regresara, sobre todo si la labor que estaba haciendo no la realizaba con mulos. Hasta bien entrada la noche se quedaba en ocasiones, con luna llena, para seguir con el trabajo.   

Tras la cena, dependiendo de la estación, la gente se quedaba al calor de la lumbre si así lo requerían los días o salía afuera. Durante las largas noches invernales, los chicos, hasta antes de cenar, solían ir a la plaza a jugar a cualquier juego que le fuera bien a la ocasión. Después toda la familia junto al fuego del hogar hacía cada cual lo suyo, unos sólo conversaban, otras, las mujeres, conversaban y se afanaban en hilar, coser o remendar, tejer con las agujas, o escarmenar. Los hombres también aprovechaban a veces el momento para preparar alguna cosa con vistas al día siguiente o arreglar algún apero, utensilio o cualquier pieza en mal estado. Si convivían los abuelos, lo normal era que alguno contara historias a los nietos o que les leyera algún libro que tuvieran a mano, también era propicia la ocasión para cantar alguna copla o romance si el momento lo requería. Aquí se traspasaban los romances de abuelos o padres a los hijos. En tiempo de verano se salía a la puerta de la calle a tomar el fresco. Coincidían todos los vecinos y entonces se entablaba conversación de todo tipo y pelaje, a veces con buen entendimiento y otras con alguna que otra discusión respecto a las cuestiones tratadas. Los chicos de la calle aprovechaban la ocasión para jugar, armando gran revuelo o algarabía o distrayendo a los vecinos montando su particular espectáculo. Como diría el tío Quique, “se partían las tripas”. Momentos de descanso y animación que también han quedado grabados para la posteridad.

 

 

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