QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

Sus labores

 

Mujeres haciendo sus labores

 

De oficio, sus labores. Tanto laboraban que parecía que nunca estuvieran quietas, aunque estuvieran paradas. Cardar o hilar la lana, “esmotar” alubias, remendar el pantalón, picar berzas, hacer los piales…, siempre con las manos ocupadas. Por fortuna estas labores eran compatibles con la animada conversación de los corrillos para matar mejor el rato. De tal modo, la tarde se hacía más llevadera y se pasaba volando porque enseguida había que ir a echar a la cochina, cerrar las gallinas, ir a por la paja para los machos, preparar la cena, y tantas otras cosas que hacer hasta irse a la cama. Todo un ajetreo que combinaban con las faenas del campo porque el marido reclamaba su presencia para echarle una mano en la labor. Infatigables ellas, nunca se quejaban y si lo hacían no les quedaba más remedio que callar y aguantarse. Era su sino, trabajar, trabajar y trabajar. Y por supuesto, parir, que no era poco. ¡Menudas labores! 

Así aparecían etiquetadas en los carnets de identidad las mujeres de antaño. O, su sexo. Como si por el mero hecho de haber sido consideradas como el sexo débil no hiciesen nada que mereciera la pena. Sólo por el esfuerzo de parir reiteradamente, se merecían el cielo. Pero había otras muchas cosas por las que se lo tenían bien adjudicado. Entre otras porque no paraban de trabajar desde que se levantaban hasta acostarse. Las faenas y labores estaban indisolublemente unidas a su vida cotidiana. Lo habían mamado de sus madres, de sus abuelas, y ayudando aquí y allá aprendían la labor.  Las faenas de la casa, que eran muchas, las labores del campo compartidas con al marido, y el tiempo que les quedaba, que no era de asueto, lo ocupaban en alguno de los muchos “entretenimientos” que comentaremos acto seguido. Pero nunca estaban sin hacer nada.    

Hacer el pan. La hornada

Periódicamente, una vez por semana o tres veces al mes, las mujeres solían cocer. Cada mujer solía hacer su hornada de pan, si bien había ocasiones en que lo compartía con otra. Cuando sólo tenía que cocer pan para dos o tres de personas del núcleo familiar, se buscaba con quien compartir estos menesteres para ahorrarse el tener que calentar todo un horno para tan poca cantidad. Compartir esta tarea o necesidad era habitual entre familiares, aunque no exclusivo. Bien es cierto que, excepcionalmente, el pan de la hornada era compartido con otras personas cuya relación llevaba implícito la entrega de alguna hogaza. Era el caso del pastor que guardaba las ovejas a su amo o de cualquier otra relación contractual que así lo exigiera, que solía ser frecuente. Si bien la función principal era cocer el pan, también se utilizaba para asar la carne en las grandes celebraciones: fiestas patronales o bodas.

 

Horno con palas para el pan                           Interior del horno con pala corta

 

Como se especifica en el apartado de la casa, la práctica totalidad de ellas tenían su propio horno, por lo general en el mismo compartimiento de la cocina. Cualquier día podía ser idóneo para hacer el pan. No obstante, determinadas circunstancias o celebraciones imponían un calendario de prefecto para esta faena. Acontecía en casos como la matanza, las fiestas, ciertas labores del campo (siega, vendimia, etc.), bodas u otras imposiciones puntuales de las reseñadas.

El día que tocaba cocer, las mujeres tenían dispuesto todo aquello que necesitaban para hacer la faena. Antes de nada se procedía a barrer bien el horno, para lo cual ataban a una vara larga un "garramecho" (trapo de poco valor) con el que se limpiaba su interior, paredes y base, dejándolo limpio para que no cayeran restos a las hogazas.

Una vez en perfecto estado, se encendía el horno. El fuego se hacía con támaras, leña de aliagas, estepas, tomillos, chaparros o sarmientos, muy rebuscados en aquellos años. Según la clase de leña utilizada se necesitaba más o menos cantidad, no menos de cuatro o seis gavillas de leña. Una vez el horno estaba bien colorado -destello de las ascuas vivas- ya no se necesitaba más leña. Imprescindible era que toda la leña empleada quedase consumida y hecha ascuas, sin el menor rastro de humo. Pura brasa y rescoldo ambiental. 

La masa se hacía con harina, agua, sal y levadura. Se iba echando harina de la nasa -una especie de cuévano que también se destinaba como recipiente para el salvado- y agua en la artesa. La artesa era un recipiente de madera de forma rectangular y aproximadamente de un metro y medio de largo por treinta o cuarenta centímetros de ancho y unos cincuenta de alto. En el centro de la artesa se hacía un pocito sobre la harina, se echaba la levadura y se iba deshaciendo poco a poco con agua caliente hasta que quedara disuelta y deshecha totalmente. A partir de aquí, y en este punto, se iba mezclando parcialmente la harina de la artesa con la masa de la levadura, se le añadía agua y removiendo más y más, dando vueltas y más vueltas entremetiendo con los puños para que se fuera “conjuntando” y tomando cuerpo y consistencia hasta quedar hecha la masa.            

En este estado quedaba la masa aproximadamente dos horas, tapada la artesa con la masera para que no se "ahierrase", o sea ponerse dura la masa y agrietarse. La masa se notaba que estaba suelta o en su punto cuando comenzaba a cortarse o a salirle burbujas u "ojitos". Entonces se suponía que estaba bien revenida y se procedía a cortar a trozos la masa para hacer las hogazas de pan. El pedazo de masa se colocaba sobre la masera, un tablero especial hecho para la ocasión, y se iban moldeando o configurando las hogazas de forma redondeada y con algunos motivos o incisiones. Una vez acabadas de hacer, las hogazas se metían en el horno con una pala de madera, también exclusiva para estos menesteres. Antes se habría procedido a dejar ordenado el manto de ascuas. Ya en su interior, reposando sobre la alfombra candente, se tapaba la boca del horno con una tapa de madera o hierro y se vigila para que no se quemasen. Cuando tiraban a colorear se sacaban fuera con una pala de hierro.

Una hornada equivalía a ocho o diez hogazas de pan. Además de éstas, las mujeres solían hacer alguna torta de aceite o de chicharrones, si sobraba masa, para delicia sobretodo de los más pequeños, quienes esperábamos ansiosos la llegada de este día. Las hogazas de pan solían durar hasta más de quince días sin apenas ponerse duras y sin que se notase la diferencia de calidad ni sabor. Meterlas entre harina contribuía a su conservación de manera extraordinaria hasta la siguiente hornada. No obstante había ocasiones en que la hornada de pan se revenía de tal manera que se echaba a perder, con el consiguiente disgusto para las sufridas elaboradoras y para las arcas de la harina. Eran tiempos de estrecheces.

 

 

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