QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

Tiempo de paridera

Cuando las ovejas comenzaban a parir, el pastor las llevaba diariamente a casa para que cada cual recogiese su ganado y se hiciera cargo de él durante la noche. Al día siguiente el pastor el pastor se encargaba de avisar a sus amos por la mañana puerta por puerta diciendo el lugar donde debían llevarlas. "Tío Anastasio, a soltarlas a la Era de Arriba". O a  la Carrancha o a otro lugar de la orilla del pueblo. Del mismo modo el pastor decía a sus amos dónde debían ir a buscarlas al atardecer. Resultaba muy llamativa la concentración de las personas, casi todas ellas en un punto concreto del pueblo esperando a sus ovejas. Teniendo en cuenta que en la mayoría de los casos acudían al menos un par de personas a recogerlas, el bullicio y la expectación eran manifiestos. Chicos y grandes haciendo tiempo. Los unos jugando, los otros charlando. El griterío era a veces desbordante, referencia especial en los días de fiesta que solían acudir más que cualquier otro día. Era el centro neurálgico del chismorreo popular, desde plácidas conversaciones a disputas subidas de tono, enfados y bromas para animar el cotarro. Por lo general todos o casi todos los pastores llevaban el rebaño de ovejas al mismo lugar del pueblo: la Era. En orden y concierto para no provocar mezclas fortuitas entre ovejas de distintos rebaños. Porque las del propio conocían la voz de sus amos cuando las llamaban a algunas por su nombre y tras ellas iban las demás. Resultaba increíble el instinto de los animales a la voz de sus amos. Así cada cual extraía las suyas del gran rebaño sin apenas dificultades, a veces se despistaba alguna que enseguida se echaba en falta pues se contaban sobre la marcha. Cada cual con las suyas se las llevaba a su corral, donde antes de llegar los corderillos ya reclamaban su presencia con sus balidos, a los cuales respondían sus madres. Las calles del pueblo se convertían en un clamor de balidos y de sonidos de cencerros. Todo un eco ambiental se apoderaba del espacio sideral de las tardes-noches invernales. El estallido era mayor al soltar los corderos del corral que salían de estampida balando hasta que se topaban con la ubre de sus madres que iba bajando a medida que sus hijos iban saciando la sed. Al mismo tiempo se calmaba la situación y desaparecía el estruendo de los balidos.

 

Oveja recién parida en el campo

 

Cuando acababan de mamar se abría la puerta del corral y las ovejas entraban en él con sus corderillos para comer el pienso que tenían preparado en sus pesebreras. Los corderos, una vez lleno el estómago, no tenían prisa en entrar al corral y disfrutaban correteando por sus alrededores haciendo las delicias de los más pequeños los cuales se entretenían jugando con ellos, y a los cuales les tenían puestos sus correspondientes nombres. Estampas bucólicas que la mente no puede borrar tan fácilmente.

Las ovejas también tenían el suyo, pero en función de la edad. Así había borras o borregas, primalas, andoscas y sobre-andoscas, igualadas y sobreigualadas. Dependiendo de las circunstancias, como podía ser la cantidad de ellas, se separaban las ovejas preñadas y ya paridas del resto. Cada grupo de ellas en un corral o departamento. Se entendía que las madres o las que fueran a serlo necesitaban mayor alimento que las machorras, y también como prevención de que estas últimas mamasen de las ovejas paridas.

Después de cenar, antes de irse a acostar, los dueños solían visitar a sus ovejas. Se le denominaba "ir a dar vuelta". El motivo era ver in situ cómo se encontraban los animales y especialmente comprobar si alguna oveja se encontraba de parto o a punto de parir. Los corderos que seguían teniendo ganas de jugar, enseguida se acercaban a los visitantes para olerles y morderles a poco que sus cuerpos permaneciesen inmóviles.

Cada día del crudo y largo invierno se repetía el mismo hábito, soltar las ovejas por la mañana y volverlas a recoger por la tarde si las inclemencias del tiempo lo permitían. De lo contrario permanecían encerradas en el corral. Obligatoriamente quedaban las ovejas un par de días cuando parían amamantando a sus crías, después se soltaban al campo.

Cuando los corderos se iban haciendo grandes, en algunos casos tres meses después de su nacimiento, cuando la primavera estaba a punto de nacer, se sacaban las ovejas y sus nuevos retoños al campo. Ya no volvían a cerrarse en el pueblo, una vez habían parido todas. Algunos corderos quedaban todavía en el corral. Al campo sólo se soltaban las corderas. Los corderos se vendían a los compradores, generalmente carniceros de la zona. Antes de soltarlas al campo, a las corderas se les cortaba el rabo. Para que no se desangrasen se les ponía un dedo en el corte y con la otra mano se les daba tres vueltas girando sobre sí mismas para que se les cortase la pérdida de sangre. Los rabos de las corderas se esquilaban, se chamuscaban, se limpiaban bien y se cocían haciendo con ellos un gustoso plato.

El nuevo rebaño de ovejas quedaba a disposición del pastor que durante algún tiempo padecía más de lo previsto porque los nuevos pupilos no paraban de hacer de las suyas. Los perros se encargaban de pararles las patas.

 

Cabrero

 Cabrero de otras tierras

 

Tomamos de nuevo como referencia el Catastro del Marqués de la Ensenada para dar constancia de que en el año 1752 había en el pueblo 315 cabras, un 7,6 del total de la ganadería circunlante. Comparativamente con las ovejas, el número de cabezas era infinitamente inferior. La cabra no ha sido un animal que proliferara por los campos del pueblo y es posible que su presencia se debiera más bien al alimento de su leche para compensar el maternal, que a ser un animal de mercado. Para eso estaban las ovejas.

Al igual que el de pastor, el oficio de cabrero era duro pero tenía la ventaja de que cada día sacaba a pastar al campo las cabras y las devolvía a sus correspondientes amos al anochecer. Y si había peligro de tormentas se dirigía al pueblo para resguardarlas. No pasaba tantas penurias como el sufrido pastor. Lo mismo que él, llevaba cabras de varios vecinos que aportaban al rebaño cada cual las que tenía. De esta manera aprovechaban en un solo pastor la concentración de animales. El cabrero se ajustaba igual que el pastor. Cada dueño le pagaba por el número de reses que llevaba pero no nos consta la cuantía percibida. De mañana, el cabrero anunciaba a los dueños el lugar donde debían llevar las cabras para que una vez todas disponibles saliesen al campo a pastar. Iba pregonando por las calles “a soltarlas” y para mejor dejarse oír solía portar un cencerro. Así cada día porque en aquellos años en que el reloj no tenía presencia en las casas ni en las personas, para ajustar la hora de la cita había que comunicarlo previamente. Tenían libre disposición para ocupar cualquier lugar del término pero como la cabra siempre tira al monte y en el nuestro tenemos por doquier, no tenían ningún inconveniente en masticar las chaparras que aparecían por doquier y si no tenían suficiente con la ración podían ir a las inmediaciones de los montes y saciar el apetito. La cabra es un animal que no le hace escrúpulos a la comida y mastica lo que las ovejas desprecian, así pues se sentían felices y satisfechas con la comida porque accedían a ella en considerables raciones. Y como no paraban de correr, lo mismo estaban en el Montón de trigo que media hora después en las Chorreras.

El cabrero era uno de tantos oficios típicos que con el paso de los años y los cambios drásticos en el medio rural dejaron de tener aceptación. Tenía que conocer algunos de los secretos del mundo pastoril que le era transmitido por los más curtidos en estas lides. Secretos o simplemente remedios medicinales que aplicar en casos de necesidad. El más normal, el de ayudar a parir a la cabra, o el de curar alguna herida para que no le cagase la mosca, picadura o enfermedad conocida. Los emplastos a aplicar, hechos con yerbas del campo, los parasitarios, etc. Con el cabrero se fue una más de las singularidades de la vida del pueblo, una cultura popular pastoril con su ambiente bucólico, sus anécdotas y su presencia en el medio. El oficio duró hasta mediados del pasado siglo, fecha en que desaparecieron la práctica totalidad de las cabras. Por entonces personas como el Demetrio, o el Otilio, los dos últimos cabreros habidos, finiquitaron una profesión u oficio que nunca más salió a contemplar la simbiosis entre la naturaleza y el mundo caprino.  

  

Muletero

El de mulero, dulero, o muletero, como lo hemos llamado y conocido en el pueblo, era un oficio de guarda de ganado mular que tuvo su aceptación hasta bien entrado el siglo pasado. Quizá no fuera un oficio de siglos porque datos anteriores referentes al mundo de la ganadería no especifican dicha profesión en Quintanilla. Pero los extraídos del Catastro del Marqués de la Ensenada (año 1752) nos indican que en el pueblo había 86 mulos, que venía a suponer un 2,6 del total de la ganadería existente. Disponemos de otros datos relativos al valor caballar y mular. Así el precio de un mulo estaba entorno a los 60 reales de vellón, el más válido entre los de su género; le siguen el caballo y la yegua, cuyo coste era de 45 reales, y el asno que valía 12 reales. Precios que demuestran que la necesidad para las labores del campo marcaba la diferencia.

El muletero era la persona que se encargaba de llevar al campo los mulos -machos, asnos o caballos, si los había- para pastar. Lo hacía aquellos días que los animales no salían a labrar, lo cual significaría que el número variaría ostensiblemente. Al mulero le pagaban los dueños de los animales en función del número de ellos, no se sabe si era una cuantía fija –que sería lo normal- o variaba en base a los días que salían a pastar. Es de suponer que en época invernal saldrían la mayoría de ellos, pero a medida que las estaciones aupaban a los trabajos y labores, la afluencia sería menor. No ocurriría lo mismo con todos los que salían a pastar, de algunos se requería su presencia más a menudo y de otros regularmente. No conocemos, tampoco, si se le pagaba en efectivo o en especie. El lugar donde se depositaba y se recogía el ganado era el Corral de las mulas, hoy habilitado para Museo etnológico.

Lo más probable, al menos antiguamente, era que los mulos tuvieran un lugar determinado donde ir a pastar, la Dehesa, al menos antes de que esta se recuperara para cultivo cerealístico, espacio que con anterioridad habrían ocupado bueyes y vacas.  

Durante los últimos años nos consta que el muletero no era una persona fija sino que pasó a ser por turno vecinal, cada uno de quienes poseían algún animal de esta clase (mulo, yegua, asno,) se iban turnando para llevarlos a pastar al campo. Algunos de los últimos muleteros habidos en el pueblo fueron el tío Hipólito Perdiguero, y el tío Mateo, “el Catelo”, como se le apodaba.

 

VolverContinuar