QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

Platos típicos

Culinariamente hablando, la matanza se convirtió en el elixir de la degustación. Platos típicos e irrepetibles que abrían boca con las sabrosas sopas morenas (delicia para el paladar), únicas en su género y capaces de aligerar el vientre. El plato consistía en añadir a unas rebanadas de pan la sangre del cerdo y aderezarlo con tropezones de manteca frita. Todo a la lumbre, en puchero de barro, se iba removiendo hasta que quedaba cocido. El aspecto que presentaba era de color negro subido de tono pero de un sabor fuerte y exquisito, especial para una mañana de crudo invierno.

Otro de los platos típicos para la ocasión (o sea del almuerzo) era el ya conocido de los torreznillos del alma con trozos de hígado.

Al mediodía, el menú consistía en  un gran cocido en el que no podía faltar la “bola” (en otros lugares conocida como pelota) hecha con huevo, pan y trocitos de tocino, que dejaba compuestos y satisfechos a los comensales. El primer plato consistía en un cocido de fideos hecho del caldo de la carne del cerdo. Le seguía unos garbanzos con patatas. Y para redondear la comida, el encuentro con la carne: oreja, patas, espinazo, carne magra, tocino…, y todo lo que buenamente caía en el cocido. Una satisfacción para el estómago y para saciar el tremendo apetito que por aquellos años siempre se llevaba encima.

El “somarrillo” y la morruda eran típicos de la merienda. Carne magra y la cara del cochino asados a las vivas brasas de la lumbre. Era costumbre que los hombres fuesen a merendárselo a la bodega,  todo un deleite al pie de la cuba, donde tantos ratos felices y dichosos quedaban grabados. Aquí también solía comerse la “escalerilla” que no era otra cosa que el paladar del cerdo extraído pacientemente de la cabeza. Entre bocado y bocado un tiento al jarro para que entrase mejor la carne. Como si no fuera suficiente la aguda gana.

La cena de aquella noche solía consistir en un plato también bastante peculiar: guisado de solomillo con sesos. Una especie de delicatesen para el paladar y para el gusto de los afortunados.

 

Chorizos y güeñas

 

Chorizos y güeñas curándose en la cocina

 

Si la mañana se completaba en descuartizar el cerdo, la tarde se ocupaba picando la carne para hacer los chorizos y las güeñas. Trabajo artesanal a conciencia haciendo uso de la tijera y del cuchillo para satisfacción de las tajadillas al tiempo que las mujeres se afanaban preparando los ajos para el adobo de la carne y de los huesos. Hombres y mujeres en equipo atareados en la paciente labor de ir troceando y cortando pausadamente la carne en pequeños trocitos. La gamella, la artesa, el barreño, a su alrededor para separar una carne de otra, la del chorizo de la de la güeña, en otra los lomos, las costillas, el tocino, los jamones… Todos y cada uno tenían un tratamiento diferente.

El chorizo llevaba carne distinta a la de las güeñas. Era de mejor calidad, tanto la carne magra como el tocino que se mezclaba para darle una mejor consistencia. La carne de la güeña era de menor categoría y procedía de las vísceras: se cocía el cuajo, el liviano, el corazón, la “pajarilla”, el bazo, y todo lo que no servía para otra cosa iba a parar a la cenicienta del embutido, pero que en honor a la verdad seco o en el puchero sabía a gloria. A unos y otras se les condimentaba con ajo –extraído el interior- y las correspondientes especias: canela, cominos, pimentón, sal… En otra gamella se colocaban los huesos, las costillas y los lomos que tenían una condimentación igual. Aparte iba el tocino, salado o en adobo. Y a los jamones, dentro de un recipiente que podía ser una artesa, se les cubría de sal “granzuda” (gorda) y se les colocaba encima un peso considerable para que les saliese la sanguja y no quedara dentro. Sabiduría popular.

Olor muy penetrante a especias el que se respiraba por la cocina y quedaba latente durante tres días más hasta hacer los chorizos. Tiempo en que se consideraba que la carne había cogido el sabor del condimento y quedaba listo para hacer los chorizos. Un día también muy especial porque siempre quedaba algún remanente para catar las deliciosas tajadillas. Era un día más de los esperados porque se comía algo que durante todo un año no habría ocasión de probar.

Hacer los chorizos y güeñas también requería mano de obra o ayuda, so pena de no darse un buen trote. De nuevo, las mujeres pacientemente iban introduciendo las salchichas en los intestinos con ayuda del embudo y termina de coser la tripa. El hombre de la casa iba colgándolos en las varas que había dispuesto en el hogar, al lado de las morcillas para que al calor de la lumbre se fueran secando poco a poco.

Las mujeres se afanaban y de tanto en tanto le daban un tiento a la salchicha para sacarla el gusto por si necesitaba añadirle más condimento. Cuando acababan con las salchichas del chorizo continuaban con las de las güeñas. Habían de ir con cuidado al apretar la carne porque el intestino podía romperse y entonces todo el trabajo realizado se iba al traste. Más todavía en el caso de la güeña porque en su composición había carne de más consistencia.

Si quedaba algo de tiempo también se colgaban los lomos, las costillas, los huesos, el tocino. La cocina quedaba totalmente adornada con los manjares del cerdo. Aquella noche, como queda dicho, tenía mucho de especial para el apetito y el paladar. Siempre sobrarían unas costillas falsas, unos huesos adobados, o quizá un trozo de cuajo robado a las güeñas con sabor a gloria bendita. Y cuatro salchichas para catarlas, sabor que las buenas entendidas lo sacaban en crudo.

Los jamones sazonados permanecerían durante un mes al menos hasta que se les colgaba. Antes se les embadurnaba de aceite y pimentón para evitar que les cagara la mosca y se pusieran malos. No era cuestión de desperdiciar nada en absoluto y menos unos jamones. Esa era al menos la intención de los invitados al despedirse de los anfitriones al finalizar la matanza:”Que os lo comáis con salud”. Y la no menos y deseada respuesta: “Y vosotros que podáis verlo”.              

 

 

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