QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

El guá

 

 

 

Se trataba de un juego de chicos, creo recordar que las chicas no lo practicaban. Lo normal era hacerlo con canicas, pero como en aquellos tiempos no había dinero para comprarlas las sustituíamos por las “gállaras”, que encontrábamos en los robles del monte; nos salían gratis y teníamos todas las que queríamos. También las hacíamos de barro, le colocábamos un canto redondeado dentro y las dejábamos secar al sol. Si teníamos pintura a mano le dábamos una pasada de color o simplemente optábamos por dejarla su color natural.  

No había un número determinado de jugadores, a partir de dos ya se podía empezar una partida, aunque lo normal era que participáramos algunos más. Lo primero que hacíamos era hacer el guá, un pequeño hoyo donde había que intentar meter la canica o gállara. Era un agujero de forma redondeada, aproximadamente de unos tres centímetros de profundidad. Digamos que algo parecido a los hoyos de golf pero bastante más ancestral y rudimentario.

Para comenzar la partida marcábamos una raya a poco más de dos metros de distancia del hoyo que era la que había que recorrer para introducir la bola. Acto seguido procedíamos a sortear el orden de tirada, para ello nos colocábamos junto al guá y desde aquí impulsábamos la gállara para acercarla a la línea que habíamos marcado. El que más cerca se quedara era el primero que tiraba y a continuación lo seguían en orden los que más se habían aproximado.

La pretensión era introducir la canica dentro del guá y evitar que el resto hiciera lo propio, pero no se podía hacer de cualquier manera. Había unas normas que cumplir. En la línea de salida se ponía la canica y con el dedo pulgar y el índice se le daba un zasquido o golpe seco para impulsarla hacia adelante. Era la manera más normal de hacerlo, había a quienes se les daba mejor colocar la canica en la mano izquierda y darle el golpe con los dedos corazón y pulgar de la mano derecha. Si entraba directamente, lo cual no sucedía muy a menudo, el lanzamiento resultaba perfecto. De lo contrario había que esperar a la siguiente ronda para intentarlo. A continuación tiraba el siguiente y así sucesivamente iban saliendo los restantes participantes. El primero que conseguía introducir la canica en el agujero decía “guá”, y desde aquí defendía su posición con respecto al resto de los jugadores.

El objetivo del juego era que cuando uno había conseguido meter la gállara o canica en el guá intentar que los demás no lo hicieran. Para ello gozaba de preferencia para dar a cuantas canicas se encontraran a su alrededor siempre y cuando no errase en el tiro. De tal modo las alejaría del hoyo. Pero di fallaba en el intento perdía la ocasión y era el siguiente en el turno el que debía jugar. Si éste aún no había metido la canica en el guá debía intentar hacerlo, no podía chocar a ninguna sin este requisito. Si conseguía meterla tenía la opción de defender su posición y chocar las que tuviera más cerca  del hoyo para alejarlas del lugar. Seguía tirando mientras no fallara, pero si erraba, debía esperar a su próximo turno. Y así sucesivamente. Lo normal era que los jugadores en liza se defendieran con uñas y dientes para ser el ganador eliminando uno a uno a todos los contrincantes. Como en todos los juegos, había verdaderos especialistas a los que vencer costaba un riñón y parte del otro.

Si la apuesta iba en firme, que no siempre era lo normal, el perdedor debía entregar una gállara o canica al ganador. No recuerdo bien a cuántas veces de eliminación debíamos entregarla. Afortunadamente como no andábamos escasos no nos dolía tanto la prenda, pero es cierto que nos acostumbrábamos más a unas que a otras porque o bien pesaban más, o tenían una forma más redonda, o bien las teníamos un cariño especial. En aquellos tiempos de la Enciclopedia Álvarez también teníamos nuestros  sentimientos y nos encariñábamos con nuestros juguetes artesanales  de elaboración propia. No es que fuera gran cosa pero le profesábamos una consideración especial y disfrutábamos de ello.

 

El salto del burro

 

El salto del burro en la Ataya y de noche, ¡casi na! 

 

Era tan peculiar como saltar los unos sobre los otros con las piernas abiertas, distribuidos a lo largo de una fila recta o curva. Como todos los juegos de chicos, este  del salto del burro acontecía cuando se formaba un grupo y decidíamos jugar aquel día a ello porque las ganas o las circunstancias del momento así lo requerían o simplemente para romper la rutina del mismo juego. Lo normal era que dependiendo del tiempo que fuera o hiciera nos inclináramos más por un tipo de juego que por otro. Y éste, en concreto, era uno de los que practicábamos en cualquier parte, tiempo y lugar.

Tras el pertinente sorteo para seguir el orden del salto, nos íbamos preparando, colocándonos a un lado en el orden establecido mientras acababan de sortear al resto. Así el primero que le tocaba colocarse en posición agachaba el torso, escondía la cabeza y se ponía las manos en las piernas para hacer presión y no caerse cuando el saltador tomaba impulso y plantaba las manos sobre su espalda. Se saltaba no a lo largo del cuerpo sino a lo ancho en la modalidad de cadena separada. El primero que salía y saltaba se colocaba a su vez un par de metros más adelante en la misma posición, y la misma acción seguía el resto de los participantes hasta que todos habíamos procedido a saltar. Entonces el primero que había comenzado se erguía y continuaba el ritmo que había emprendido el resto, saltando uno a uno toda la hilera que se presentaba ante sus ojos. ¡Que podían ser hasta diez o doce!, con lo cual el cansancio o la torpeza pasaba factura sin tardar. Podía ocurrir que alguno nos viniéramos al suelo, bien el que saltaba o bien el que estaba agachado. Y creo recordar que ibas a ocupar el último lugar de la fila o quedabas eliminado.  

El juego tenía su cantinela para, como ocurría con algunos otros. Para esta ocasión solíamos ir recitando una especie de chascarrillo cada vez que saltábamos y que dependiendo de la palabra que tocara decir así llevábamos a cabo el efecto. O al menos lo intentábamos en el salto, que no siempre resultaba tan fácil con las dos manos y liberar al mismo tiempo una de ellas para ejecutar el acto.

Lo que teníamos preparado era la siguiente retahíla de musiquilla con la cual espoleábamos al “borriquillo” que correspondía saltar:

 

            A la una Valdelasmulas (esta vez no solía ocurrir nada en el salto).

            A las dos tiró la coz (aquí aprovechábamos la ocasión para darle un

            taconazo en el trasero).

            A las tres, buen borriquito es (le pegábamos una palmada en el costado).

            A las cuatro, te mato o remato (¿un pescozón?)

            A las cinco, te hinco (lo que se solía hacer era punzarle con un dedo en el

            cuello).

            A las seis, vuelve a empezar  otra vez.

 

Y así sucesivamente.

Después de un buen rato jugando al salto del burro lo dábamos por concluido y si aún nos quedaba tiempo suficiente solíamos jugar a civiles y ladrones o al esconderite  que también servía para entretenernos si no teníamos otras obligaciones.

Dentro de este tipo de juego había una variante que por el modo en que se practicaba se asemejaba algo al salto del burro. Se echaba a suerte para ver a quien le tocaba ponerse con el torso doblado, las manos colocadas sobre la pared y la cabeza escondida. En esta posición iban saltando en el lomo del sufrido “animal de carga” el grueso de los participantes o incluso uno sólo. Podía salvarse si con un poco de suerte adivinaba en qué posición tenía los dedos de la mano el que se encontraba montado en sus lomos. Éste, una vez acoplado, le preguntaba: Pico, churro, taína. Si mal no recuerdo, pico era el dedo índice levantado; churro, el pulgar hacia abajo; y taina la mano en posición horizontal. Si lo acertaba, el que estaba a lomos hacía a su vez de acémila ocupando su lugar; si erraba, continuaba sufriendo los golpetazos siguientes hasta que le acompañara la suerte.

El juego terminaba cuando nos cansábamos de él o cuando el que soportaba las envestidas no aguantaba más y se venía abajo.   

   

La raya       

 

Estamos ante un juego que despertaba cierta animación aunque no compartiera cartel con los preferidos. Estaba hecho para ganar algo: dinero, palepes, y lo que pudiera tener acierto significado, que más bien no era mucho. Cuando nos juntábamos unos cuantos chicos y decidíamos pasar el rato en este juego, antes decidíamos qué es lo que se llevaría el que consiguiera el objetivo. Por lo demás era tan sencillo como trazar una raya en el suelo y el que lograra aproximar el objeto de lanzamiento a ella se llevaba lo que había.

Lo normal era que el juego de la raya,  se trazara en el suelo y desde otra, a una distancia determinada, se lanzara la moneda, o a veces el calderón, y el que más tino tuviera a dejarla era el ganador. Pero en mi pueblo casi, casi nos inclinábamos más por la versión de lanzar la moneda contra una pared y el rebote que quedase más cerca de la raya trazada junto a ésta era el que conseguía el botín. No es que fuéramos más enrevesados para determinados juegos (ni éramos los únicos que jugaban así) pero le dábamos un poco más dificultad y emoción.

Aunque parezca lo contrario, aquí también había unas reglas. Por ejemplo que el lanzamiento debía realizarse siempre por detrás de la raya marcada y que si la moneda se salía fuera del espacio marcado no podía volver a tirar hasta el próximo turno. El más difícil todavía era que la moneda al rebotar en la pared y antes de tocar el suelo fuese a hacerlo sobre alguna de las monedas de las ya lanzadas. Era lo que denominábamos “chocar” y a quien le caía en desgracia pagaba lo estipulado, aunque no fuera el ganador.

A medida que íbamos lanzando la moneda esperábamos a que acabase el último en liza. Una vez acabado el turno, el que más próximo estuviera de la raya se lo llevaba todo. En caso de que más de uno se encontrase a la misma distancia de la raya, volvían a lanzar para deshacer el empate. Y cuando ya no quedaba más que apostar, uno se iba retirando y a esperar mejor día para llevarse la recompensa. Así era el juego. Eso sí, ganar o perder no nos hacía salir de pobres, si acaso más tristes o contentos.

 

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