QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

Alimentación

 

La matanza fue la fuente de alimentación básica

 

El autoabastecimiento fue la base principal del sustento en el pasado, cuando la tienda o el mercado aun siendo proveedores de alimentos no siempre se tenía acceso a ellos. Pero era evidente que quienes tuvieron la posibilidad de poder conseguir aquello que la necesidad les brindaba tuvieron a su alcance lo imprescindible para completar su alimentación. En cualquier caso la mayor parte de los alimentos que la gente del pueblo consumía eran los que ellos mismos autoproduccían. Productos del campo y animales de corral, ya fueran aves, conejos, cerdos, y por supuesto ovejas, casi todo lo imprescindible para no tener que depender en exceso del mercado. Era evidente que aquello que no producía tenía que comprarlo, si su economía se lo permitía, aunque también se daba el trueque; otras veces lo suplían con algo semejante, caso de la manteca por el aceite. Por lo demás, en tiempos austeros, alimentarse era cosa de tomar lo que buenamente uno tenía a mano, y los manjares era cualquier comida excepcional en acontecimientos señalados. Es más, había días en que apenas se tenía algo consistente que llevarse a la boca, y si disponía de un corrusco de pan de centeno, hasta podía darse con un canto en los dientes.

No era el “con pan y vino se anda el camino”, pero en ocasiones alimentarse no iba mucho más allá del dicho. Pan y vino también eran de cosecha propia, así que no se solían escatimar. Por eso en más de una ocasión la rebanada de pan untado en vino podía servir para tirar todo el día. Y el camino era arduo y difícil porque no hacía falta preguntar a uno de dónde venía porque la respuesta era “al campo voy, del campo vengo”. Aquí se fraguaba lo que producía para comer y si había algo de sobra llevarlo al mercado para  poder comprar lo que buenamente pudiera con las cuatro perras gordas que sacaban con lo vendido. Pero como este capítulo va de comida, centrémonos en ello porque los productos eran sanos y guisados a la lumbre y en puchero de barro sabían a gloria bendita. El hambre no entendía de calidad sino de saciar. Y cuando se metía la cuchara en la fuente o en la cazuela, no es que se fuera a destajo pero las cucharas parecían pelotas de tenis yendo y viniendo de la cazuela a la boca y de la boca a la cazuela. No hay que olvidar que en el pasado se comía todos en el mismo plato.

Así que lo mejor para empezar bien el día, un buen puchero de patatas molidas, que solas o con un poco de arroz se arrebañaba uno la fuente. Las patatas molidas no tenían mayor secreto que una vez cocidas se iban deshaciendo en el propio puchero con una cuchara de madera, dándole vueltas al tiempo que se le añadía un poco de pimentón calentado en la sartén. Una vez compactas se sacaban y se servían. A este plato le iba bien, a quien prefiriese y le gustase, una guindilla tirando a picante a poder ser, que también era de cosecha propia. Las patatas eran uno de los alimentos a los que se recurría con frecuencia. Casi todo lo que se cocinase le iba bien, así que lo mismo se prestaba a unas patatas con bacalao, que no se diferenciaba mucho del plato anterior, puesto que incluso en ocasiones a este plato se le echaba bacalao para darle más consistencia. Digamos que con bacalao, las patatas tenían la satisfacción de un acompañamiento que le daba cierta relevancia. La forma de prepararlas no tenía más secreto que añadir a las patatas el bacalao y unos dientes de ajo, una picada, o un poco de pimentón pasado por la sartén. Patatas con repollo también era un plato muy consumido por ser productos al alcance de cualquier familia del pueblo; el cogollo de las berzas para los animales se lo proporcionaba. No tenía nada de especial el prepararlo más que estar atentos a la lumbre y mirar que no le faltase agua. A veces, en invierno, al tiempo que se cocinaba o se preparaba la comida para los animales, se consumían las propias patatas destinadas a ellos o se asaban en las ascuas. Porque las patatas asadas, eran para las cuadrillas de chicos una de las formas de pasar el rato los domingos de invierno. Como las patatas, las sopas de ajo, eran uno de los platos que más se consumía y no tenía más misterio que echar las rebanadas de pan al agua con sal y ajo machacado para que fueran haciéndose a fuego lento. Servían de almuerzo.

Por lo general, las legumbres formaban parte cotidiana de los platos que se consumían. Alubias secas pintas con patatas acompañadas de un hueso o cualquier otra cosa de la matanza, si se disponía de él, solía ser otro de los platos más frecuentes en las comidas del mediodía. Y su elaboración tampoco tenía nada de especial, todo junto en el puchero y cuando ya iban bastante cocidas se les añadía un poco de pimentón para que le diera color y sabor. Con buena hambre estaban riquísimas. Hay que tener en cuenta que debía de haber una persona encargada de atizar la lumbre para no dejarla morir, y de mirar que no le faltase agua. En caso de necesidad, que solía ser muy a menudo porque las mujeres estaban en el campo, las personas que se encargaban de ello eran los abuelos o lo chicos, a los cuales se les deba las debidas instrucciones de lo que tenían que hacer. Las alubias blancas también era plato asiduo, incluso a veces se servía por la noche, solas por lo general o acompañadas, y se les echaba un chorro de vinagre para darles un toque especial. Porque las alubias le iban bien a muchos platos y junto a la patata eran la base fundamental de las comidas. Cuando estas alubias se comían tiernas cambiaban el nombre por el de alubias verdes, plato de verano o principios de otoño, cuando se cosechaban, porque fuera de este tiempo no estaban al alcance. Platos de alubias verdes solía ser el típico con patatas o alubias guisadas, a las que se les añadía tomate y unos dientes de ajo machacados en el mortero, todo ello rehogado en la sartén a la lumbre quedaban muy sabrosas. Eran varias las maneras de preparar las alubias y en ocasiones se convertían en uno de los platos típicos de las celebraciones.

Los garbanzos también formaban parte del menú cotidiano de las gentes del pueblo, lo mismo que las lentejas o los guisantes. Los garbanzos con patatas acompañados de un hueso, un trozo de tocino o de güeña de la matanza, incluso también se le añadía a veces el cogollo de la berza, le daban un sabor sustancioso de mucho alimento. Si no había algo más que llevarse al cuerpo, era plato único pero en cantidad suficiente. Los garbanzos con patatas hacían un buen maridaje en el cocido, quizá uno de los platos al que nadie hacía remilgos y se esperaba con ahínco. Aquí cabía todo lo que se le quisiera meter, si se disponía, pero los fideos, las patatas y garbanzos, los huesos que se dispusiera, y por supuesto la típica bola, no podían faltar en tan atractivo plato. La bola era la guinda, muy apreciada en la cocina del pueblo. Para quien no sepa de que va, la bola (en otros sitios denominaba pelota) era una masa hecha de pan, huevo, y tropezones de lo que se tuviese más a mano, pero lo más asiduo el tocino. Se batían los huevos y se añadían al pan desmigado, sal, pimentón y los tropezones; se amasaba hasta que quedara compacta y se hacía la bola, que tenía forma de huevo de avestruz, grosso modo. Se pasaba por la sartén y acto seguido se metía en el puchero con el resto de los ingredientes. Y así se dejaba cocer con el potaje para darle un sabor característico.

A los guisantes por aquí más bien se les conocía como titos, y había las titas, también conocidas como arrengadas, guijas o muelas, o sea masculino y femenino, y no eran otra cosa que las almortas. Los titos, como familia de los guisantes, eran redondos, y las guijas tenían un aspecto más parecido al garbanzo pero de contorno cuadrado aplanado más que redondeado. Pues bien, a veces se echaba mano al caldero y se le robaba un puñado a la comida de la cerda. Hay que decir de ellas que producían una substancia tóxica (neurotoxina) cuyo consumo reiterado produce una grave enfermedad, el latirismo, que llega a provocar parálisis musculares e incluso la muerte. A pesar de que apenas se consumían, quizá en el pueblo se desconociera sus efectos. Las lentejas no se sembraban en cantidad, pero sí para tener cierto abastecimiento. Le iban bien, ¡cómo no! a las patatas, o a veces solas o con un puñado de arroz y si se terciaba, se le echaba algo de la matanza para darle consistencia y sabor al plato.

Los potajes, eran una de las comidas más frecuentes, y el de repollo de los que más se solían ver en la mesa. Y como no había mucho más de donde poder sacar, uno tenía que contentarse con lo que había y sin rechistar. Eran tiempos austeros a los que había que acostumbrarse con lo que la naturaleza y el campo concedían, y sobre todo dar gracias a Dios de que no faltase algo que llevarse a la boca diariamente, que no siempre ocurría, porque había días que uno tenía que irse a dormir con poca cosa más de la que se había despertado. Así que se echaba mano de todo lo que buenamente se pudiera comer por el campo, desde cardillos, tallos, cucos de plantas, frutos silvestres,… hasta infinidad de ellas que el conocimiento sobre las mismas daba para alimentarse.

La matanza, como queda dicho al hablar sobre ella, era la base de la alimentación de nuestras gentes. Gracias a ella se podía completar un ciclo alimenticio que de lo contrario algunas vitaminas habrían adolecido en su sistema. Y el hambre se hubiera notado más de la cuenta. La matanza le daba vigor al cuerpo; de los platos típicos que con tanto ahínco se esperaba el día del acontecimiento, ya hemos dado debida cuenta al hablar de ella en el apartado Tradiciones. Tocino, jamón, la conserva a base de chorizos, lomo y costilla, las güeñas, los huesos… El cerdo era la bendición de la carne y le sentaba requetebién al cuerpo. A veces, sólo a veces y no todos estaban en condiciones de poder hacerlo, se podía matar una oveja o cabra, una gallina o conejo, aunque había que pensar que también formaba parte de la venta en el mercado para poder comprar otras necesidades. Si uno se podía pasar con unas sopas, mejor dejar la gallina para la venta. La carne giraba en torno a la producción y el consumo directo dependía de ello. La matanza se sazonaba en adobo y se curaba para que no sufriera alguna alteración y tuviera que echársela a los perros. Porque a falta de nevera donde conservarla, la fresquera era el compartimento en el que se guardaba todo aquello que la mosca pudiera cagarlo. La bodega podía servir para que los alimentos se conservaran más naturales.

Cualquier plato de carne, dependiendo de la clase que fuera, las expertas amas de casa lo cocinaban con su estilo peculiar para agrado de los comensales. Los guisos de carne, cuando ésta no se acompañaba al puchero con patatas, por lo general se aderezaban con un buen pisto y algún condimento. Los ajos machacados en el mortero y el pimentón eran dos ingredientes muy utilizados en la elaboración de las comidas y sobre ellos giraban muchos de los sabores que se les daba a los platos. Hablar aquí de cada uno de los platos que con la carne hacían nuestras madres, abuelas o tatarabuelas sería una miscelánea porque cada cual utilizando los mismos ingredientes le daba su toque especial. Quizá con más detenimiento e investigación, un día podamos informar con precisión de aquellos que por su singularidad destacaban sobre el resto de las comidas. Por entonces no se mataban animales cada dos por tres, aunque la carne de oveja se podía conseguir en las tiendas del pueblo quienes pudieran comprarla. De la carne es preciso mencionar la campestre, la que a veces proporcionaba la caza: liebres, conejos, perdices y codornices; o también la que de un modo ocasional podía conseguir. Coger polluelos de aves no era abastecerse de carne, ni cazar pájaros con cepos o atraparlos durante las noches invernales en las bardas, tampoco, pero contribuía a hacer un plato de patatas o arroz con ello. Y cuando no era carne de ave podía ser caracoles, que hacían el mismo efecto ya fuera con arroz o con un buen caldo o pisto pues siempre estaban ricos.

Un guiso de gallina, conejo, o liebre no difería mucho entre sí en cuanto a preparación. Quizá la excepción fuese la liebre, por la peculiaridad de su carne, o al menos así lo recuerdo cuando la guisaba mi madre. Una vez limpia, recogía la sangre que añadiría después con un poco de agua a su cocción para que el sabor fuera aún más intenso. No tenía otro secreto este consistente plato que añadirle unas hojas de laurel y dejar que el puchero de barro se encargase de cocerlo a fuego pausado durante un buen rato. El de conejo iba por el mismo camino, aunque al igual que el de la gallina admitía más opciones de preparado, si bien el ya mencionado aderezo de pisto o sólo tomate acompañado de una picada de ajo, era la manera más habitual.

 

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