QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

Quintanilla de Tres Barrios en la literatura española

 

Aunque son escasas las referencias literarias, nuestro pueblo aparece citado en una de las obras de mayor envergadura de la literatura española: Los Episodios nacionales, escrita por Benito Pérez Galdós (1843-1920). Novelista, dramaturgo y cronista, se trata del mayor representante de la novela realista del siglo XIX y uno de los más importantes escritores en lengua española. Los Episodios nacionales son una colección de cuarenta y seis novelas históricas redactadas entre 1872 y 1912 divididas en cinco series y tratan la historia de España desde 1805 hasta 1880, aproximadamente. Son novelas que insertan vivencias de personajes ficticios en los acontecimientos históricos de la España del XIX como, por ejemplo, la guerra de independencia española, con la que el autor se sentía muy próximo, puesto que en ella había combatido su padre. Hoy en día, además de por su calidad literaria, se valora esta obra como una importante referencia histórica.

La cita de Quintanilla de Tres Barrios aparece en el capítulo VIII, dedicado a Ramón Narváez, (Loja, Granada, 5 de agosto de 1800 - Madrid, 23 de abril de 1868), militar y político español siete veces Presidente del Consejo de Ministros de España entre 1844 y 1868.

Como leeréis a continuación, el diálogo tiene lugar en una casa de Atienza (Guadalajara) en la que un maestro llamado Ventura Miedes (que afirma ser nacido en nuestro pueblo), enfermo por achaque cerebral recibe la visita del cura para darle los sacramentos, viendo el estado en que se encuentra. En el diálogo, un tanto jocoso, intervienen el citado maestro, el cura, y la criada, apodada la Ranera, en presencia de los Marqueses del lugar.

 

Narváez
Capítulo VIII

de
Benito Pérez Galdós

Vivía el buen Miedes en el barrio más pobre, más excéntrico y solitario de Atienza, en antigua y fea casa del primer recinto, apoyada en el muro de base celtíbera, romana o agarena. La distancia no larga que la separaba de nuestra vivienda, nos pareció enorme por la desigualdad de rasantes y el empedrado inicuo, reproducción exacta de los pavimentos del Purgatorio. En la soledad lúgubre de aquella parte de la villa, las casas son como tumbas abiertas, deshabitadas de muertos, y que se arriman unas a otras para no desplomarse. Preguntando a unos niños que pasaban comiéndose el pan de la merienda, dimos con la morada del sabio. Un zaguán largo y estrecho, de empedrado piso con hoyos, conducía de la puerta a la cocina, dando ingreso por izquierda y derecha a diferentes estancias, la cuadra con pesebre vacío, el camarín de la Ranera, y algo más que no vimos: una escalera de palo sin pintar, de color sienoso, como teas que piden lumbre, y festoneada de telarañas, conducía desde el zaguán al salón alto, que era en una pieza biblioteca y alcoba, separadas hasta media pared por tabique de mal juntas tablas que nunca vieron pintura, y sí papeles pegados, suciedades de moscas y otros bichos…

Y allí vimos también, como gusano dentro de su capullo, al gran D. Ventura, tendido en el lecho debajo de una colcha que en su juventud fue blanca rameada de rojo, la cabeza casi invisible de los vendajes que la oprimían, los brazos fuera, vestidos de amarillenta lana, todo él con aspecto tan fúnebre, que al echarle la vista creímos que estaba ya muerto. Tras de nosotros entró la Ranera, señora de edad muy alta, con pañuelo negro liado a la cabeza, saya y jubón de estameña, los pies en abarcas, la cara como pergamino, los ojos, pitañosos de su natural, en aquella ocasión ribeteados del grandísimo duelo por la inminente defunción de su amo; y después de mirar al demacrado D. Ventura, que no remuzgaba ni se daba cuenta de nuestra visita, nos dijo sin recatarse de bajar la voz, como es usual etiqueta ante moribundos: «Muy malo está el pobrecito, y el rostril lo tiene ya como un terrón de tierra. Dende que cayó, no se le han vuelto a encajar en su sitio los sesos, que con los porretazos de la piedra se le desengonzaron, y ni come ni duerme, ni habla cosa denguna con juicio.

-¿Pero qué dice el Médico, señora Ranera; qué ha recetado? ¿Y usted qué dispone?

-¿Qué ha de recetar D. Pascual más que traerle la Majestad? Y tocante a comida, ¿para qué enciendo lumbre, si ya no le hace falta más que el pan del cielo, y este lo trae el Cura? Pues yo, que todo lo presupongo, vengo ahora de comprarle la mortaja, y no encontré más que una en casa del Pocho; pero tan corta, que no le llegará ni tan siquiera al tobillo, según es mi señor de larguirucho... A pegarle voy un pedazo de estameña que tengo, del mesmo color franciscano, de una saya de mi difunta güela, y con ello quedará mi cadáver bien adecentado de pie y pierna».

En esto, y antes que pudiéramos expresar a la maldita vieja el horror que nos producía, despertó D. Ventura, o más bien se recobró un tanto de la somnolencia febril, y revolviendo en torno sus miradas, sin mover la cabeza, dijo con apagada voz de lo profundo: «Llevo lo menos seis días durmiendo, y ahora con tanto dormir no veo claro, ni me ayuda el discurso. Dime, Ranera: ¿quién son estas venerables personas que han entrado y me están mirando?

-Válgame Dios; ¿pero no conoce a los señores Marqueses?... Y ahora entra el señor Cura, que no podía venir en mejor coyuntura. Vea, señor, que no está ya para más visitas que la de D. Juan, ni para requilorios de comistraje y golosinas. Déjese de vanidades, y piense en lo que más le importa, que es la salvación. Apañado está si despide al Cura con cuatro bufidos, como esta mañana...».

Sin atender a lo que la Ranera decía, más bien como si no lo escuchara, volviose Miedes hacia el párroco, moviendo todo el cuerpo dentro de las sábanas como si intentara levantarse, y animándose de mirada y gesto, soltó la voz a estas peregrinas razones: «Curángano, ya te dije que no tenías para qué venir acá. Soy celtíbero: ¿no sabes que soy celtíbero, de la familia de los Pelendones celtiberorum, que dijo el amigo Plinio, o más bien de los Turdimogos, que vivían de la parte del valle de Valdivielso?... ¿Y no es sabido que por el lado materno vengo del propio Cáucaso... y que mi abuela era de la familia de los Istolacios?... Soy Miedes, que es lo mismo que decir Cuerno... pero este cuerno no es otro que el símbolo de la inmortalidad... ¿Qué vienes tú a buscar aquí, curángano de Atienza, que es como decir Tutia? Yo nací en Numancia: digo, en Comphloenta... tampoco; digo, en Quintanilla de Tres Barrios, que es un pago de San Esteban de Gormaz... Yo no soy de tu Iglesia, pues soy celtíbero... Vete... Que te vayas... Señores Marqueses, llévenselo, si no quieren que le tire a la cabeza esta sagrada pantufla...».

Tratamos de sosegarle con cariñosas expresiones, y de traer a vías de razón su descarriado entendimiento: todo inútil. Con el Cura y con la Ranera no quería cuentas. Yo, a fuerza de perífrasis, logré de él alguna docilidad de pensamiento haciéndole comprender que no perdía nada con prepararse, sin que ello significara peligro de muerte, y cogiéndome la mano con la suya pegajosa y fría, me dijo: «D. José mío: porque usted no se enfade, me confesaré; pero que me traigan un druida, porque si no me traen un druida, ya ve usted que no puede ser... Es mucho cuento. Yo digo que cada uno vive y muere al son de sus creencias... Yo adoro al Dios desconocido, y le tributo mis homenajes en el plenilunio... Tú, Juanillo Taracena, a quien he conocido mocoso y descalzo, con el calzón agujereado por las rodillas, trayendo leña y carbón del monte, tú no eres druida, tú no has cogido el muérdago... ¿Qué tengo yo que ver contigo ni con tu negra hopalanda?».

 

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