QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

Limpio y extraídas las entrañas del cerdo se colgaba en el portal para que se orease, a una altura considerable para que ni perros ni gatos tuvieran acceso a él. Esa noche se tapaba la gatera. Entretanto las mujeres se afanaban en separar las tripas y los intestinos y quitarles la grasa para dejarles lo más limpios posibles.

Con la labor hecha, antes de proseguir el trabajo lo primero que se hacía era almorzar. El contenido del almuerzo consistía en carne del animal acabado de matar. El plato degustado consistía en torreznillos de la parte del alma e hígado servidos con un aliñado de ajo machacado con añadido de pimentón. Se desconocía todavía si el cerdo tenía alguna enfermedad puesto que las tajadillas no habían sido aún examinadas por el veterinario. Las tajadillas eran pequeños trozos de carne extraídos de diferentes partes del cuerpo del animal.

Una vez acabado el almuerzo, mujeres y hombres se desplazaban al arroyo a lavar las tripas y los intestinos, a veces bajo una densa capa de niebla, con hielo o con la nieve en los pies, tiritando de frío. Se lavaban con jabón. Para extraer el excremento se les volvía del revés. Tripas e intestinos se cortaban a medida. En el caso de las tripas, que eran más anchas, servían las propias manos para su limpieza. Para los intestinos, labor que recaía en los hombres, lo hacían  mediante un palo delgado que introducían por uno de los extremos, pellizcando un poco de carne y empujándolo hacia adentro hasta que pasaba del todo y el interior quedaba por fuera. Así sucesivamente hasta que todo quedaba en perfecta limpieza. En cualquier caso siempre quedaba el dicho de que lo que no mata, engorda.

De vuelta a casa, las mujeres se afanaban en acabar de limpiar más higiénicamente tripas e intestinos. Se les lavaba repetidas veces con sal y vinagre hasta que el olor –que nunca lograría desprenderse del todo- y el aspecto cambiaban considerablemente. Un color sonrosado se apreciaba en la textura.

Hablar de la matanza no tendría el mismo significado sin referirse a las morcillas. Si el día acompañaba y se tornaba benévolo, las mujeres salían al sol a coser las tripas y los intestinos. Y de paso a cuchichear para que la jornada se hiciese menos pesada y más llevadera. Cuando se hacían las morcillas los hombres procuraban arrimarse lo menos posible por la cocina so pena de que le untasen el morro con mondongo. Sólo se salvaba el que se cuidaba de mantener la lumbre en su punto y de controlar la cocción de las  morcillas en la caldera. El motivo solía ser la revancha por haberles lavado a ellas la cara con uva en la pasada vendimia.

 

Caldera de cocer las morcillas

 

El mondongo era la masa resultante de mezclar la sangre del animal con el pan, el arroz, la cebolla y trozos de manteca. Todo ello condimentado con sal, canela y/o cominos. La noche anterior se preparaba las rebanadas de pan, que se echaban en un barreño con agua caliente, también el arroz cocido y la cebolla. Todo ello amasado con trocitos fritos de la manteca y la sangre cruda del cerdo se iba metiendo con la mano o con un embudo en la tripa del cerdo para hacer la morcilla. Aquí aparecía la escena típica de las mujeres afanadas en el trabajo, metiendo mano al mondongo, llenando la morcilla, pasándola a la compañera para que la cosiese y ésta, a su vez, pasándola al cocedor. Toda una faena en equipo.  Había que procurar no apretarla demasiado porque al cocer siempre daba un poco de si, y podía romperse. Una morcilla rota en caliente sabía a gloria bendita, lo mismo que un buen tazón de caldo. El sobrante se repartía entre los más allegados, una vez apartado el suficiente para el día siguiente hacer las “sopas morenas”. Una vez cocidas la totalidad de las morcillas se solían llevar debajo de la cama bajo un manto de bálago para que se oreasen durante la noche. El lugar elegido era más bien para evitar sobresaltos  porque cabía la posibilidad de que en otro cualquiera siempre podía existir el peligro de que las catasen con mucho apetito los perros, los gatos o incluso los ratones. A la mañana siguiente, antes de que los invitados hubieran hecho acto de presencia en la casa, ya aparecerían colgadas en la cocina.

Qué duda cabe que la celebración de la matanza era una fiesta de mucha consideración. Una fiesta familiar que reunía a chicos y grandes en buena armonía y algarabía. El hecho de juntarse las familias: padres, hermanos, abuelos, tíos, sobrinos y primos era de mucha alegría. Tal era así que por la noche los más jóvenes salían a dar la ronda por las calles cantando y haciendo sonar coberteras, latas, cencerros o  cualquier utensilio que hiciera el mayor alboroto posible. Entre canciones y ruido la calle era un bullicio, mucho más cuando hacían acto de presencia más de una  cuadrilla que celebraban el mismo acontecimiento. Estos mismos grupos, divididos por casas, a veces hacían valer su supremacía.

Mientras ello acaecía, en la casa se estaba preparando la cena. Esta noche, el menú solía consistir en un primer plato de legumbres, judías blancas o pintas por lo general, y un segundo a base de carne del cerdo, una vez se conocía con total seguridad si el animal estaba en perfectas condiciones para el consumo. Este segundo plato, semejante al de la mañana, era una mezcla de torreznillos de la parte del alma, hígado y bazo acompañados de una salsa condimentada. También cabía un guisado de gallina. De postre, quizá unas nueces o naranjas que daban paso a una partida de cartas a cuya conclusión se servía una copita de aguardiente como despedida.

De tal modo se recibía a los invitados al día siguiente: unas copitas de aguardiente y unas pastas para alegrar la mañana. Entrados en calor se procedía a descuartizar el animal. El cerdo, oreado durante toda una noche fría, estaba totalmente seco, en perfectas condiciones para proceder a despiece. Se descolgaba lentamente y se colocaba sobre el banco de madera en el que tenía lugar la faena de cortar, trocear y diseccionar o separar todas y cada una de sus partes. A pesar de que el oficio de los participantes distaba mucho del que estaban realizando, conocían bien el trabajo que habían de hacer. Unos cortaban por los lugares precisos, otros separaban el tocino de la carne, otros extraían las diferentes piezas que después servirían para sazonar o para cortar. Especial mención para quienes se ocupaban de la cabeza por la precisión de separar sus diferentes partes. Pero también el resto requería conocimientos y destreza para llevar a cabo un despiece de mucha precisión.

Poco a poco el cerdo quedaba totalmente descuartizado y en su lugar iban quedando montones de carne, huesos y tocino que pasaban a tener un tratamiento diferente en función del destino: adobado, secado, embutido, etc.  

 

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