QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

La matanza del cerdo

   

 

 El cerdo dispuesto para chamuscar

 

Si algo hubo en el ánimo del sufrido campesino que esperase con más ansiedad, fue el encuentro con la carne. O lo que era lo mismo, la ceremoniosa matanza del cerdo. Gran fiesta familiar la que se organizaba para conmemorar esta jornada, comparable a las bodas, pero más hogareña. Por las calendas de la Purísima Concepción (8 de diciembre) se alzaba la veda para poder matar el cerdo. Onomástica que en el argot popular se la conocía como la Virgen Tocinera. Ciertas restricciones vetaban –y vetan- la matanza en domingos y festivos. Sábados y vísperas de fiestas eran los días elegidos para el martirio del puerco. En base a las normativas del pueblo, el alcalde expedía un documento acreditativo conforme autorizaba la muerte del animal contra el pago de una pequeña cantidad de dinero.  En el documento se hacía constar el nombre del propietario, el peso aproximado del animal y la fecha en que iba a tener lugar la ejecución. Documento que se le hacía entrega, junto a “las tajadillas”, al veterinario para su examen por ver el estado en que se encontraba el animal, especialmente para ver si tenía la triquinosis. Normalmente no solían matarse cerdos machos ni cerdas “verriondas”, o sea que estuvieran con ganas de verraco. Por lo general la cerda que se mataba tenía ya sus añitos y había parido unas cuantas veces.

En vísperas de la matanza los preparativos daban cierto aliciente al evento. El pimentonero habría hecho su aparición por el pueblo gritando por las calles “al buen pimentón”. Era el presagio de que se aproximaba el día esperado. Chatarreros, afiladores, pimentoneros, aguaderos,… todos ellos personajes vinculados a la matanza. Deshollinar la chimenea se hacía imprescindible para la ocasión. El viaje a por agua a la fuente con el borrico y los cántaros era estampa típica y cotidiana en estos días. Unos cuantos viajes para llenar el cocción para que no faltase durante estos días. Por algo se le bautizaba a una morcilla con el nombre de “aguadora”, que era exclusiva de quien había ido a por el agua. También se hacía imprescindible el haber cocido la hornada de pan, ya que se precisaba en mayor cantidad.  

El día anterior al auto se jalbegaba la casa, se cortaba el pan y la cebolla para hacer las morcillas, se afilaban los cuchillos y otros muchos menesteres como era el banco de matar el animal, el gancho, la paja, etc. Normalmente la casa se jalbegaba con motivo de determinados acontecimientos: bodas, matanza, la fiesta o cuando algún hijo volvía al pueblo.

Tiempos atrás los vínculos solían ser muy estrechos y amplios, y a  la matanza, como a la fiesta, vendimia, esquileo o cualquier otro acontecimiento familiar, se invitaba no sólo a la familia directa sino también a los más allegados, y entre ellos se incluía al pastor o al compañero de la guerra o de la mili. Días de armonía en tiempos de concordia donde lo mismo se prestaba la gente para el trabajo que para la diversión. Por lo general la matanza la cataba mucha gente: algunos degustando el caldo de morcilla que se repartía gratuitamente y que sabía algo así como a gloria bendita, solo o preparado para hacer sopas morenas.

De buena mañana los prolegómenos daban rienda suelta al rito de la muerte con el consiguiente copeo y las pastas “marías” o del coco, que cualquiera sentaba bien a los reunidos. Acto seguido los hombres se desplazaban al corral a por el animal que seguía la estela del sonido del caldero golpeado por la mujer que normalmente lo cebaba. La noche anterior, para que tuviera las tripas y los intestinos lo más limpios posibles, no se le echaba de comer. La gruñidera general tocaba diana en las gélidas mañanas (a veces se sacrificaban a la misma hora más de dos) cuando el gancho cogía al animal por la quijada y le aupaban al banco, donde el “matanchín” procedía de inmediato a clavarle el cuchillo en el gargavero. Así durante un rato hasta que se desangraba totalmente. La sangre era recogida en un caldero y removida con una cucharrena por una mujer para que no se cuajase.

 Al lado del banco se preparaba el lecho de la muerte a base de paja, donde se ponía al cerdo para chamuscarlo. Se le colocaba boca abajo con las patas abiertas y sobre su cuerpo se le cubría con paja de vencejos o de bálago, la cual se encendía para que se chamuscase la piel. Enseguida subía la temperatura ambiente por el calor desprendido que se hacía acompañar por la ronda del aguardiente. Los pequeños merodeaban por el lugar sin perder de vista el rabo para en cuanto llegase la ocasión, asárselo. O las pezuñas bien calentitas que servían para reconfortar los sabañones. Del cerdo se aprovecha todo, hasta la vejiga servía de balón improvisado para los niños, o sea la zambomba, o para guardar la manteca.

A medida que la piel quedaba ennegrecida, se le volvía del otro costado para proceder a la misma operación: encender la paja para que la parte del vientre quedase chamuscada. Había que tener cuidado que no se abriese la piel. Acabada la operación se echaba el cerdo al banco sobre uno de sus costados y a continuación se procedía a limpiarlo. Para ello se utilizaban tejas con las cuales se iba rayendo la piel chamuscada aplicándole agua caliente y con los cuchillos se terminaba de limpiar lo mejor posible.  

Toda una lección de anatomía seguía a la disección del animal por parte del ingenioso campesino. El lugar exacto por donde debía cortar la piel del vientre para no dañar las vísceras. La extracción de todas y cada una de las partes sin deteriorar los otros órganos con la precisión de un maestro cortador. Conocimiento y destreza en manos expertas, aunque a veces se le fuese la mano y… como al más experto.

 

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