QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

El hinque

 

 

Actualmente este juego ha desaparecido de la práctica, pero cuando el pueblo bullía de chicos y se podía practicar era uno de los más apreciados si el tiempo y las circunstancias nos lo permitían. Era otro de los pasatiempos exclusivamente de chicos. Este juego requería un espacio apropiado, había que jugar sobre hierba o en tierra blanda para que el palo pudiera clavarse con facilidad. Ni que decir tiene que el hinque no era un juego raro ni localista, o sea del pueblo, se ha venido practicando por diferentes partes y lugares, incluso en Sudamérica, y desde tiempos inmemoriales. Eso sí, con diferentes versiones. O sea, que no era un juego raro ni de chichiná.

El hinque era un palo de aproximadamente 60 centímetros de largo y unos tres de grosor. Solía ser de chopo o de chaparro, que era más duro, al cual se le sacaba punta a uno de los extremos y al otro se le arreglaba un poco la empuñadura para manejarlo con más comodidad. El lugar más apropiado para jugar era las afueras del pueblo aprovechando un terreno remojado o donde creciera la hierba en cualquier época, si bien el otoño, el invierno y la primavera eran las más propicias.

Se trataba de un juego individual practicado en grupo. Consistía en clavar el palo o hinque en el suelo intentando derribar el del contrario. Había que marcar el terreno y para ello hacíamos un “redoncho”, o sea círculo, donde practicarlo, fuera del cual estaba penalizado. Para establecer el orden de tirada se hacía una raya en el suelo y se iban clavando los hinques. El jugador cuyo hinque quedaba más cerca de la raya tiraba el último y el que quedaba más alejado lanzaba el primero, lo cual le concedía cierta desventaja.

Una vez establecido el orden de tirada, se iban lanzando los hinques. El que seguía al primero actuaba contra éste para ver si lo derribaba, después hacía lo propio el resto. Lo mismo se optaba por derribar alguno de los que estaban clavados (si se encontraba inclinado, mejor) o tocar y mover aquel que estuviera en el suelo. Aquí se demostraba la destreza en el tino o la precisión. Si ello sucedía, el causante cogía el hinque lo elevaba suavemente y al bajar lo arreaba un batacazo con el suyo para lanzarlo cuanto más lejos mejor. Echaba una rápida ojeada y en función de la distancia donde lo había mandado, decidía el número de veces que había que hincarlo. Era el momento en que todos comenzábamos a clavar el hinque desesperadamente al tiempo que contábamos las veces que lo hacíamos, intentando conseguir el número propuesto. Entretanto el jugador corría a buscarlo y volvía lo más rápido posible adonde nos afanábamos por completar el número indicado porque si alguno no lo habíamos conseguido y él hincaba el suyo antes, decía “hinque” (¿o “salvado”?) y ganaba a los rezagados, siendo el que menos veces lo hubiera clavado el que perdía. En tal caso, quien o quienes no lo hubieran clavado el número de veces estipulado empezaban a clavar el hinque los primeros. En el supuesto de que todos hubiéramos clavado el hinque las veces estipuladas, el que volvía a hincarlo primero era el que había perdido y después se seguía por el orden establecido de inicio.

El juego terminaba cuando nos cansábamos y de común acuerdo decidíamos darlo por acabado. Creo recordar que no había ni apuestas, ni dinero, ni nada de por medio, ni para los ganadores ni para los perdedores. Sólo era cuestión de pasar un rato entretenidos.

 

El rodancho

 

 

 

Suena así de bien el nombre de este juego porque en ciertos pueblos nos daba por llamar a las cosas por su nombre, o sea el que nosotros le poníamos. Lo normal sería decir juego del aro, porque así se le conoce por la mayoría de lugares. Pero tal nombre de rodancho no es exclusivo de Quintanilla, en la vecina Burgos pueblos hubo que se le conoció por tal cual. Si le buscamos un poco el truquillo de su etimología veremos que igual sonaba la femenina rodancha (que por el pueblo así le llamábamos a las rodajas o lonchas de algo) y tiene connotaciones por la zona de Murcia y por la catalana, rodanxa. En cualquier caso, la raíz o procedencia deriva del latín rota, que quiere decir, rueda.

De eso se trataba, de hacer rodar un rodancho que era un aro de lo que mejor pilláramos para la ocasión porque antiguamente se aprovechaba todo y el hierro aún con más precisión. Podía ser del aro de un cubete, con lo cual el grado de inclinación estaba asegurado, o porqué no del refuerzo de la base del caldero. Todo servía, pero uno que se solía usar, si las circunstancias lo permitían, era el de la llanta de la bicicleta una vez extraído los radios. Cuando ya disponíamos del elemento base le hacíamos el mando o guía. Para ello utilizábamos un alambre consistente con el que moldeábamos una horquilla de forma cuadrangular que introducíamos en el exterior del aro y en el otro extremo le ingeniábamos un mango más o menos decente, o simplemente lo dejábamos tal cual.  

Una vez teníamos el artilugio preparado ya estábamos en condiciones de disputar nuestras correspondientes carreras. No recuerdo bien si nos jugábamos algo de cierta consideración en el lance para aquél que llegara el primero a la meta. Lo que sí es cierto es que nos lo pasábamos pipa porque trazábamos nuestro circuito y competíamos por llegar los primeros sin incidentes, caérsenos el rodancho, a la meta. La máquina disponible era primordial para conseguir el éxito. En eso consistía el juego, en alzarse con el triunfo el mayor número de veces posible pasando el rato lo más entretenido. Muchos fueron esos ratos de ocio que escasamente nos quedaban, porque entre ir a la escuela y ayudar a los padres en las faenas cotidianas, tampoco nos quedaba todo el tiempo que hubiéramos deseado.

Claro que si estamos hablando de un medio o sistema de circulación, lo que hacíamos muchas veces era desplazarnos al campo con él. Yo recuerdo cómo en ocasiones lo llevaba por los caminos cuando iba a sarmentar el viñedo, lo cual suponía que además del cansancio por recoger los vástagos de la vid le añadía el de venir corriendo por el camino, porque dependiendo de su estado le imprimíamos cierta velocidad. El rodancho fue pasando a mejor vida desde el momento en que la bicicleta primero, la moto después, el coche o el tractor fueron rompiendo la imagen de los pueblos y se impusieron como medio de transporte para ir al campo. Antiguamente las caminatas estaban a la orden del día. Por eso no necesitábamos hacer tanto deporte como en estos tiempos actuales de sedentarismo ocupados en ver la televisión, estar frente al ordenador o la wifi. Los tiempos cambian y la dejadez física también.

 

Civiles y ladrones

 

 

 

Este juego solíamos practicarlo los chicos de manera especial por la noche, porque con la oscuridad se hacía más difícil localizar al bando “enemigo”. Era semejante al escondite, sólo que aquí se hacían dos grupos, los buenos y los malos. Era uno de los favoritos en cuanto nos reuníamos un grupo de chicos por los alrededores de la plaza durante las noches antes de la cena, después no solíamos salir de casa, excepto en tiempo de verano que salían todas las familias a la puerta a tomar la fresca y aquí los más jóvenes, y no tanto, siempre hacíamos alguna de las nuestras.

Civiles y ladrones no tenía más misterio ni normas determinadas que formar dos equipos: uno de civiles (o lo que es lo mismo, guardias) y otro de ladrones. Dos bandos contrarios que  cada cual escogía a su correspondiente cabecilla una vez realizado el sorteo cuyos grupos lo formábamos de la siguiente manera. Íbamos saliendo de dos en dos y nos sorteábamos con semejante retahíla:

               Madre e hija fueron a misa, a la misa de Santander.

               Me encontré con un francés que me dijo que hora es.

               La una, las dos, las tres, las cuatro, las cinco y las seis.

               Hoja de laurel, gran cazador, CIVIL Y LADRON.

 

Así se iban formando los grupos de unos y de otros. A continuación echábamos a suerte para ver quién se quedaba y quién salía a esconderse, el que buscaba formaba el grupo de civiles; el que se escondía, el de ladrones. Al que le tocaba salir a buscar, pegaba la cabeza a la pared, se tapaba los ojos –aunque el rabillo del ojo se desviaba por momentos- y empezaba a contar hasta el número que habíamos acordado previamente. Por lo general la cuenta solía ser a veinticinco. Cuando acabábamos decíamos “que vamos”, y salíamos en busca del grupo que andaba escondido por cualquier parte y lugar del pueblo.

Había momentos en que era difícil encontrarse, pues nos escondíamos tan a conciencia que no dábamos con el paradero. De lo que se trataba era de “apresar” al enemigo, bien fuera uno u otro el grupo de civiles o ladrones que tocaba salir a buscar. Una vez capturado lo llevábamos al punto de partida, por lo general la plaza del pueblo, que era el centro donde solíamos organizar la mayoría de los juegos, y lo dejábamos allí con el resto de compañeros capturados. Volvíamos a buscar al resto que, como queda dicho, a veces costaba lo suyo. Y había que poner toda la concentración posible y andar con mucho sigilo porque si uno de ellos se nos escapaba y conseguía llegar hasta donde se encontraba su grupo de compañeros sin ser alcanzado, lo que hacía era rescatarlos, lo cual suponía  haber ganado la partida. Ello significaba que de nuevo eran ellos los que salían a esconderse mientras los otros volvían a contar e intentar capturarles.

El juego se acababa por decisión propia o cuando llegaba la hora de la cena y había que recogerse. Habíamos pasado el rato disfrutando a nuestra manera. Quizá al día siguiente decidiéramos continuar con el mismo juego u optábamos por otro. Había donde elegir.

Una variante de este juego era el escondite, o esconderite, como le conocíamos en mi pueblo y creo que en algunos otros más. Nombres como éste contribuían a formar parte de un vocabulario localista y exclusivo que hacía diferenciar la pronunciación y la tonalidad del lenguaje. En este juego, semejante al de civiles y ladrones, sólo era uno el que salía a buscar a los restantes que se hallaban escondidos. Por lo demás, las reglas y el funcionamiento eran las mismas.

 

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