QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

Juegos de chicos

 

La trompa

 

 

 

Trompo o peonza tiene por nombre este juego en otros lugares. En el pueblo nos dio por el femenino porque quizá  le iba mejor a lo bailarina que se volvía cuando lanzábamos el artilugio con precisión y daba más vueltas que una oveja modorra. Se trataba de un juego más de carácter sexista que solíamos practicar en exclusiva los chicos, y como se podía hacer en cualquier tiempo y lugar, cada cual de nosotros lo teníamos bien a mano para sacar la trompa en el preciso momento. Hay que decir de él que aunque no se practica tanto como antaño sigue teniendo cierta aceptación, si bien en Quintanilla apenas se juega. De hecho se trata de un juego universal y milenario, según los eruditos en el tema, pues ya en la antigua Grecia y en Roma se practicaba con bastante asiduidad. ¡Lo que llegamos a heredar!

La trompa es un trozo de madera moldeado de forma cónica y ovalada, acabado en cabeza redondeada y en el otro extremo en punta metálica, o lo que es lo mismo un clavo de cabeza gorda, tipo clavija o tachuela. Alrededor de esta cabeza se le va enrollando una cuerda lisa y consistente que se aprieta a conciencia. Para evitar que la cuerda se soltara, en este extremo solíamos hacerle un nudo con un agujero para meter el dedo o bien le atábamos una chapa, un realillo o simplemente un palo, y lo colocábamos entre el dedo índice y corazón de la mano derecha. Acto seguido mediante un giro de muñeca preciso y rápido la lanzábamos al suelo al tiempo que tirábamos de la cuerda con presteza. Se trata de hacerla bailar cuanto más tiempo mejor.

Si nos lo tomábamos un poco en serio, seguíamos unas pautas o reglas  de actuación. Para ello marcábamos un “rodancho” –círculo- en la tierra de un par de metros de diámetro del cual no debía de salirse la trompa, pues incurría en falta y tenía que esperar a la próxima vez. En un orden de turno establecido de antemano lanzaba el primer jugador la trompa dentro del círculo haciéndola bailar larga y tendidamente, si le salía bien. Si fracasábamos en el intento y nos salía rana, quedaba muerta en el suelo. Acto seguido tiraba el siguiente intentando hacer lo propio, pero con la pretensión de darle un trompazo y si se daba el caso sacarla fuera del círculo, que es de lo que se trataba. En el supuesto de que la trompa estuviese bailando, el siguiente en lanzar podía hacerlo contra ésta para pararla en seco, y con el ímpetu del movimiento de rotación de una y otra resultaba más fácil que saliera disparada fuera del círculo. En este caso se apuntaba la victoria y la consiguiente recompensa, si de tal modo se había estipulado.

Saber manejar bien la cuerda era primordial porque dominabas la trompa y la llevabas casi adonde deseabas. A veces era tanta la precisión que al lanzarla sobre la del contrincante quedaba rajada la una o la otra (las dos sería demasiada casualidad pero podía darse el caso). No había penalización sino más bien todo lo contrario, el contrincante se sentía eufórico y el derrotado, abatido. Lances del juego. En la medida de lo posible se intentaba repararla porque conseguir otra no era cosa fácil y hacerla, mucho menos.

Tal forma de pasar el rato solía llevar aparejada jugarse alguna cosa. Teniendo en cuenta que el dinero brillaba por su ausencia, había que recurrir a los socorridos “palepes” –que ya de por sí solos constituían un juego-, muy apreciados por entonces a falta de otros cromos mejores que coleccionar. Los palepes eran las tapas o carátulas de las cajas de cerilla que se guardaban con mucho celo y servían como moneda de cambio para más de cuatro juegos.

La trompa se transformaba en espectáculo cuando sobre el terreno coincidían bailando más o menos media docena y la expectación en los alrededores resultaba llamativa. Eran momentos de esplendor que a los participantes nos envolvía en un hálito de grandeza e intento de superación que muchas veces coincidía con la pérdida de la tirada por el esmero que poníamos en conseguirlo. Había que arriesgar si se quería conseguir el triunfo dominante sobre los demás y ello tenía sus consecuencias y sus contratiempos.

 

El sacapón

 

 

Bailarín o perinola lo llaman por otros sitios, pero en el pueblo íbamos directos al grano y nos centrábamos más en las ganancias o en las pérdidas del juego. De ahí lo del sacapón (saca o pon) con el que lo identificábamos. Como la mayoría de los juegos, no era exclusivo de Quintanilla de Tres Barrios sino que se practicaba por cualquier parte y lugar con distintos nombres, como queda dicho. En ciertos lugares del País Vasco, igual que en el pueblo, lo llamaban sacapón a secas.

Era uno más de los muchos juegos a los que se prestaban los chicos, chicas al margen, y entraba de lleno en la nómina o catálogo de los elegidos al azar para pasar el rato. Cualquier momento y lugar era el adecuado para practicarlo. No tenía demasiadas particularidades. Tan sólo un par de chicos dispuestos a ello era suficiente para echar la partida. Digamos que el sacapón era una especie de peonza pequeñita, la trompa del pueblo, que formábamos con el fruto de la agalla del roble, que no era otro que la gállara. ¡Cuánta partida le sacábamos a estas gállaras! Para hacerla práctica le clavábamos una punta o un palo afilado con la navaja que la atravesaba de arriba a abajo y la terminación en punta la hacía bailar. A ojo de buen cubero dividíamos la gállara en cuatro lados y en cada uno de ellos escribíamos las letras que caracterizaban el juego. Eran las iniciales S. P. T. N. (saca, pon, todo, nada) que venía a decir que dependiendo de la inclinación del sacapón, el jugador que tiraba podía sacar uno, poner uno, llevárselo todo o nada. Los más apañados solían hacer también el sacapón de un trozo de madera moldeando perfectamente las cuatro caras o lados, un apéndice arriba y acabado en punta, abajo.

Para probar suerte, al jugador que le tocaba el turno sujetaba el sacapón por el pedúnculo con los dos dedos, el pulgar y el corazón, como cuando se da un chasquido, y dejándolo caer en un suelo más o menos liso, le hacía bailar con cierta precisión. El azar se encargaba de hacer el resto. Dependiendo de la inclinación o lado en que quedase podía ganar todo o nada. Era una combinación de maña, tino y buena suerte. La apuesta, pactada de antemano, hacía que unos se enriquecieran de palepes y otros vieran menguado su escaso patrimonio. Así era el juego de apuesta, como el bingo de la actualidad sólo que más primitivo y menos adicto. Pero pasábamos un rato bien entretenido. Como con la mayoría de los juegos que practicábamos.

  

El truño

  

 

 Esta palabreja, que no aparece en diccionario ni enciclopedia alguna, no está recogida en texto escrito. Es un localismo que nos surgió de repente para hacerlo rimar con puño y así quedó bautizado el juego para la posterioridad. Lo que ignoro es cuándo y en qué momento se inventó el truño como juego de entretenimiento aunque bien pudiera ser que fueran los pastores sus artífices. Los pastores en determinadas épocas sólo tenían que poner el ojo en el escueto rebaño para que no careasen los sembrados, por lo demás se pasaban infinidad de ratos entretenidos matando el tiempo en cualquier afición. Y si se terciaba el juego, a él se dedicaban. Hay juegos que tienen sus raíces en el mundo del pastoreo y los pastores fueron sus máximos impulsores.

Pero dejemos de lado a sus posibles creadores y nos centremos en el contenido del mismo, que dicho sea de paso poca cosa tiene de particular. El juego del truño es la versión actualizada del de los chinos. No tiene más misterio que adivinar el número que esconde dentro del puño. Los chicos que participábamos en él nos colocábamos en corro y por orden establecido íbamos entrecruzándonos las apuestas en pareja. El que lo adivinaba se llevaba un palepe o más, los que hubiéramos acordados previamente. Así pasábamos un buen rato hasta que agotábamos el tiempo o quedábamos fuera de combate porque hubiéramos perdido todo el capital palepero. Quizá pasado el tiempo, cuando la economía nos permitía disponer de unos ahorrillos, nos jugábamos algún que otro céntimo.      

Para hacerle un poco más atractivo le poníamos algo de salsa a la hora de preguntar por la posible cantidad que escondía. La forma de hacerlo era dirigirnos al compañero en forma de diálogo de la siguiente manera: Truños, retruños, abre esos puños. ¿Con cuántas?

Aquel a quien iba dirigida la observación adelantaba el puño y preguntaba: ¿Con cuántos?  La respuesta era decir un número entre 1 y 3 y tratar de adivinar la cantidad de cantos o quizá de palepes que escondíamos. Si lo acertábamos nos lo llevábamos, sino había que pagar la cantidad que realmente tenía. Después pasaba el turno al siguiente haciendo lo propio y así sucesivamente hasta que lo dábamos por concluido. Había días que con un poco de suerte podías sacarle provecho; otros, en cambio, mejor quedarse en casa. La fortuna incidía de qué manera para ir sumando ganancias en el monopolio de los  palepes que, como queda dicho, en muchos de nuestros juegos era nuestra moneda de cambio.

  

Los palepes

  

 

 

Uno de esos juegos de nombre rebuscado (¿palepes por papeles?) por el que los chicos teníamos una predilección especial era éste. Los guardábamos celosamente y los cuidábamos como si se tratara de la mejor colección de cromos, la única que por aquellos tiempos de escaseces se podía conseguir. Al fin y al cabo, los palepes tenían sus dibujos, pocos eso sí y de escasos colores, pero los coleccionábamos con tanto afán como ahora coleccionan los niños los cromos de futbolistas, coches o lo último de dibujos animados. Los conseguíamos de las cajas de cerillas, recortando las dos tapas o carátulas exteriores. Así íbamos pidiendo a nuestros padres, hermanos y a toda la gente de confianza que cuando se acabaran las cerillas no tirasen las cajas, conocidas popularmente como cajillas.

¡Con qué poca cosa nos conformábamos y cuánto nos entreteníamos y divertíamos! Tiempos aquellos en que los juguetes brillaban por su ausencia, excepto los que fabricábamos nosotros mismos y por ello les teníamos más aprecio y un cariño especial. Teníamos pocas cosas pero sabíamos disfrutar al máximo de ellas. El que tenía gran cantidad de palepes podía considerarse un afortunado y en cierto modo era la envidia de los demás chicos. Chicos y mozalbetes, porque ambos grupos nos solíamos distraer con los  palepes, aunque en juegos distintos. Porque los palepes era la moneda de cambio para algunos otros juegos y con los cuales pagábamos lo que nos jugábamos.

Queda dicho que los palepes eran de uso exclusivo de los chicos, a las chicas les gustaba jugar con muñecas de trapo hechas por ellas mismas, a las tabas o a otros juegos variados de su condición. Cada cual a lo suyo para no levantar suspicacias; en aquellos tiempos quedaba muy clara la diferenciación de juegos entre ambos sexos. Es difícil encontrar algún juego que se practicara conjuntamente por los mismos.

Que ahora recuerde, en Quintanilla de Tres Barrios los palepes nos los jugábamos a la tanguilla, al cuadro, el más generalizado, o a tirar a la raya. A la tanguilla lo hacían los chicos algo más avanzados de edad y al cuadro los más pequeños. En todos los casos los palepes, como queda dicho, eran moneda de cambio frecuentemente utilizada entre quienes no sabíamos ganarnos todavía el jornal. Nos sentíamos ricos acumulando palepes. Las normas de juego para el caso de la tanguilla eran las mismas que las utilizadas con las monedas (como queda descrito en el comentario sobre este juego).

En el juego del cuadro, el más utilizado con palepes, había unas normas o reglas que debíamos seguir. Lo primero que había que hacer era marcar el cuadrado, que solía ser de unos 40 por 40 centímetros. Después hacíamos una raya y tirábamos el calderón desde el cuadro hasta la raya para establecer el turno de salida. El que más cerca dejara el calderón de la raya era el que salía primero y así sucesivamente.

Según el diccionario enciclopédico, calderón es “un juego de muchachos parecido al de la tala”. En mi pueblo no conocíamos semejante juego, pero llamábamos calderón, y era con el que jugábamos, a un trozo de teja que previamente moldeábamos en forma redondeada y utilizábamos para los lances del juego. Tenía unos siete u ocho centímetros de diámetro. El calderón lo utilizaban también las chicas para el juego de la chita.

Antes de comenzar la partida poníamos el número acordado de palepes y los colocábamos en el centro del cuadro en un montón. A continuación el primer jugador, desde la raya marcada, optaba por tirar el calderón a dejarlo cerca del cuadro o directamente al cuadro para intentar sacar fuera de él el mayor número posible de palepes. Los que conseguía sacar pasaban a ser de su propiedad, y además tenía la opción de tirar sucesivamente siempre que consiguiese sacar algún palepe del cuadro. Si no sacaba ninguno pasaba el turno al siguiente, que  intentaba hacer lo propio. Si lo conseguía tenía la opción de volver a tirar al cuadrado para sacar más palepes o tirar a chocar el calderón del compañero, dependiendo de la distancia del cuadrado, del número de palepes que quedaran, o de la proximidad de un calderón. Si optaba por tirar a chocar otro calderón y lo conseguía, éste quedaba eliminado en aquel turno y tenía que esperar a que acabara el último y empezar desde la raya de tirada (no recuerdo bien si además le teníamos que dar algún palepe acordado de antemano). Tirar a dar al calderón podía ser también para alejarlo cuanto más lejos del cuadro mejor.  

Podía darse el caso de que el calderón quedase dentro del cuadro, entonces se pasaba un turno sin jugar. Si en un momento determinado los palepes estaban a punto de agotarse o se agotaban del todo, se volvía a reponer el número acordado al empezar el turno.

Había algunos palepes que valían más que otros. Los que tenían el dibujo eran de mayor consideración y por tanto de doble valor que los otros que no tenían nada pintando, o sea los del reverso.

También se jugaba a los palepes tirando una moneda contra una pared. Había dos variaciones, una se pedía cara o cruz y la otra se marcaba una línea en el suelo. En la versión de cara o cruz el que acertaba se llevaba el número acordado previamente y le pasaba el turno al siguiente. En la otra versión, la de la raya trazada en el suelo a una distancia de la pared, se lanzaba la moneda, o el calderón, contra la pared intentando que rebotase de tal manera que quedara lo más cerca posible de la raya. Tiraban todos los participantes del primero al último y una vez acabado el turno se miraba cuál de ellos estaba más cerca de la raya. El que más próximo estuviera se llevaba todo lo acordado y se volvía a empezar. Y así sucesivamente hasta que uno perdía todo o el tiempo no daba para más.

El paso del tiempo hacía que los palepes se fueran deteriorando poco a poco, más que por el tiempo por el trato recibido. Los mamporrazos dados con el calderón  acababan por recortar las márgenes y hacerse redondeados o incluso romperse y quedar fuera de circulación, con la consiguiente pérdida para su dueño que se veía obligado a reponerlos por otros en mejores condiciones.

 

 

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